En 2019, el estallido social llevó al gobierno de Sebastián Piñera a implementar un congelamiento de las tarifas eléctricas como medida transitoria para aliviar la carga económica de los hogares chilenos. Lo que inicialmente se presentó como una medida acotada en tiempo y monto, luego se extendió por la siguiente administración por cerca de cinco años, acumulando una deuda millonaria con las empresas generadoras de electricidad.
Se pensaba que el ingreso de nuevas centrales de generación renovables, que habían participado en licitaciones para vender su energía ofreciéndola a precios históricamente bajos, permitiría que las cuentas eléctricas bajaran. Lamentablemente, no ha sido así. La energía “barata” que Chile produce, no es capaz de transportarse a los grandes centros de consumo, principalmente por cómo la mal llamada “permisología” ha afectado el desarrollo y construcción de las necesarias y urgentes obras de transmisión.
A partir de 2024, el gobierno del presidente Gabriel Boric comenzó a descongelar las tarifas, aplicando incrementos escalonados desde enero de este año. Este proceso ha resultado en aumentos significativos en las cuentas de electricidad, con alzas que en algunas regiones superan el 50% respecto a los niveles previos al congelamiento.
El principal motor de este ajuste es la deuda acumulada, que asciende a aproximadamente 6.000 millones de dólares, una cifra que representa el costo de mantener artificialmente bajas las tarifas durante años, sin considerar las implicancias económicas a largo plazo. Si a lo anterior sumamos las trabas existentes para el desarrollo y construcción de las líneas de transmisión, podríamos sumar otro tanto en pérdidas para el país.
Aunque el ministro de Energía, Claudio Pardow, ha apuntado a las variaciones del dólar como una de las principales razones del aumento tarifario, es fundamental reconocer que han sido la intervención prolongada del Estado en los precios, junto con la burocracia que afecta la construcción de las obras de transmisión, las principales responsables de en la situación actual.
Las consecuencias de estos aumentos son especialmente graves para las familias más vulnerables. Aunque el gobierno ha implementado subsidios dirigidos al 40% de la población más vulnerable, estos no cubren la totalidad del incremento y no alcanzan a todos los afectados. Muchas familias se verán obligadas a destinar una mayor proporción de su presupuesto a electricidad, sacrificando otros gastos esenciales como alimentación o salud.
Este escenario plantea un desafío urgente: proteger a los hogares más vulnerables y buscar soluciones estructurales para un sistema eléctrico que pueda transitar hacia fuentes de energía renovables y fomentando la competencia en el mercado eléctrico, garantizando su seguridad, acceso justo y sustentable. Solo así se podrá lograr un acceso equitativo a la energía y evitar que futuras generaciones enfrenten las mismas dificultades económicas derivadas de decisiones mal gestionadas en el pasado.